martes, 21 de abril de 2015

La generación de los malcriados




Las opiniones de los blogueros son de su estricta responsabilidad y no representan la opinión de este portal.

Silencio escandaloso

Fabio Salamanca, esa generación en la que nadie pierde el año

Por Sergio Ocampo Madrid el abril 13, 2015 7:39 am
Sergio Ocampo Madrid.
Sin duda los nueve meses de condena a Fabio Salamanca por haber dejado en una silla de ruedas al taxista Hollman Cangrejo son un insulto a las familias de las víctimas. No solo a la familia de él, sino a la de Ana Torres y Diana Bastidas, mujeres que iban esa madrugada en el taxi chocado por Fabio, y que terminaron muertas. Ellos aguardaban que con este fallo subiera un poco la condena inicial de cinco años contra el chico por homicidio culposo. Pues bien, en total Fabio no estará ni siquiera seis años encerrado en su hogar, leyendo, chateando, navegando en la red, comiendo bien, trotando en una máquina que le deben haber comprado sus padres, porque además tiene el beneficio de casa por cárcel.
Además del insulto, del llamado a la impunidad, del mensaje perverso de “si conduces un Audi consigues unas buenas exenciones con la ley”, hay otro mensaje que me preocupa más y es el que se le envió a la generación de jóvenes que están hoy rondando los 25 años, esto es los que nacieron de 1990 hacia acá. No me tomen muy literal esa fecha, pero sí el momento porque allí convergieron varios cambios sociales, jurídicos, culturales para que se diera un viraje drástico en la concepción, en el imaginario, en las consideraciones que se tenían sobre la infancia y por tanto sobre la educación, la crianza, el libre desarrollo de la personalidad, la relación entre adultos y niños, entre padres e hijos, y en últimas en el concepto de la autoridad.
Los niños antes del 90 (repito, no tomen la fecha de modo exacto) eran personajes con muy poca voz, sometidos plenamente a la autoridad paterna, decidían pocas cosas de su ropa, de sus comidas, debían aguardar hasta diciembre para recibir los regalos que ansiaban y, además de esa espera, todo estaba supeditado a una vigilancia por buena conducta. La familia era más o menos un grupo jerarquizado de manera vertical y realmente había muchos niños invisibles y medio mudos.
Vino toda la explosión de cambios, desde la convención de los derechos del Niño por la ONU, en el 89, hasta leyes de infancia en Colombia (1991), pasando por nuevos paradigmas en la psicología y realidades económicas, y esa concepción de la infancia varió de un modo brutal. Tan drásticamente que casi, sin exagerar, hoy ellos tienen mucho poder y la familia se volvió una cooperativa donde varias cosas las deciden ellos. Hoy los adultos nos acomodamos a comer lo que los niños quieren, en las aulas universitarias a menudo nos toca acogernos a lo que diga la mayoría (“votemos para decidir, profe”), y adentro de la familia los padres son los que deben ser aconductados, portarse bien y sobre todo ganarse día a día el amor de los hijos.
¿Era mejor lo anterior? No sé y no me atrevo a responderlo de modo tajante. Lo que sí puedo decir como profesor universitario, y lo digo con el cariño y respeto que siento por mis estudiantes, es que estoy viendo levantarse gente con dificultades nuevas, nuevos miedos, ilusiones difusas, problemas para desear, para apropiar valores como la paciencia, la solidaridad, el trabajo en equipo, etc. Es una generación que necesita satisfacción del deseo rápida y cumplida (y como obligación de los padres), que se ahoga relativamente en un vaso de agua ante las dificultades porque los adultos hicieron un trabajo casi compulsivo de evitarles sinsabores, tropiezos; de satisfacer rápidamente cuanto desearan y de generarles una actitud anticipada de triunfo surgida en el hecho de que cada uno es el centro del mundo, que merece per se todos los derechos, todos los cuidados.
Aclaro que me refiero obviamente a la sociedad formalizada, y no pretendo ocultar que en Colombia hay masas enormes de niños sin derechos mínimos, maltratados, abusados, cuyos futuros pintan inciertos.
Para mí, el caso Salamanca refleja de principio a fin y de un modo dramático los serios errores en esos cambios rotundos de los años 90 sobre el tema de infancia. Aún tengo las imágenes de los noticieros esa madrugada del 12 de julio de 2013 cuando Fabio estrelló su Audi contra el taxi de Hollman Cangrejo. Iba a 140 o 150 kilómetros y en grado tres de alcohol (el máximo). Los noticieros mostraron a las pocas horas cómo una mujer llegaba al sitio de los hechos y lo cubría de un modo casi furioso, a la brava, para que nadie pudiera verle la cara. Era la madre protegiendo a su niño de 23 años. A los dos días, Fabio no pudo asistir a la Fiscalía porque se hallaba internado en una clínica con “estrés agudo” y no estaba en capacidad psicológica de resistir una diligencia. El martes 30 de julio, la jueza Carmen Gualteros lo mandó para su casa y se mostró indignada con que la Fiscalía quisiera “escarmentar a la sociedad” con una medida de aseguramiento para el pobre muchacho.
Ese mismo martes, en la audiencia en Paloquemao, el padre de Diana Bastidas (una de las dos víctimas mortales), en medio del llanto le gritó “asesino” cuando el joven entró a la sala. De inmediato, una chica de unos 20 años le reviró furiosa: “Fue un accidente, él no tuvo la culpa”. Quizás no sabía que su amigo iba a 140 kilómetros y en grado 3 de alcoholemia, o sí lo sabía pero estos nuevos jóvenes tienen ese derecho a “no tener la culpa”.
El 25 de febrero de 2014, otra jueza lo condenó a cinco años de casa por cárcel por la muerte de Ana y de Diana, y las familias de estas sintieron que la pena era muy baja, pero aún faltaba sumarle la posible condena por las lesiones personales contra Cangrejo, quien quedó en silla de ruedas, y esta fue la que se produjo el miércoles de la semana pasada: nueve meses. No más.
Casos como el de Fabio inducen a pensar entonces que algo falló (o mucho) en el experimento de exceso de garantías a los niños a partir de la última década del siglo pasado. Que quizá no fue tan bueno aprobar aquello de que nadie perdiera el año escolar; que tal vez no esté bien eso de solucionarles cada problema y evitarles las dificultades, ni relajar las demandas en sus procesos de aprendizaje para culpar a los maestros si las calificaciones están pintando de rojo o si se portan muy exigentes con los pobres niños. O ese cambio de paradigma de que los alumnos son antes que nada “clientes”. O llenar el vacío de diálogo y de presencia paterna con tecnologías, con regalos, aun sin que estos sean pedidos.
Si todo viene resuelto desde arriba va a ser muy difícil incorporar la noción del esfuerzo, además de que se van a reducir las destrezas propias para la resolución de problemas; si no hay que esperar para recibir un reconocimiento o un obsequio, se pierde el placer de desear y la milenaria virtud de aguardar. Si soy un sujeto infinito de derechos, se hacen más confusos los ya muy problemáticos bordes entre el fin de los míos y el comienzo de los del resto…
El mensaje a toda una generación con estos nueve meses de casa por cárcel a Fabio y los cinco de la sentencia anterior es devastador para la sociedad futura: “sí, matar o dejar lisiados a otros es tenaz, pero no es tan grave”. Me equivoqué pero tengo derecho a equivocarme”. “No voy a perder el año por eso”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario