COLOMBIA: EL
PROYECTO
NACIONAL Y LA FRANJA AMARILLA
Por William Ospina
William Ospina (Padua, Tolima, 1954), poeta, ensayista y traductor. Premio
Nacional de Poesía Colcultura, 1992. Ha publicado entre otros libros "Esos
extraños prófugos de Occidente" (Norma, 1994), "Un álgebra
embrujada" (Norma, 1995) y "¿Con quién habla Virginia caminando
hacia el agua? (Norma, 1995).
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Hace poco tiempo una querida amiga norteamericana me confesó su asombro por
la situación de Colombia. "No entiendo -me decía-, con el país que ustedes
tienen, con el talento de sus gentes, por qué se ve Colombia tan acorralada por
la crisis social; por qué vive una situación de violencia creciente tan
dramática, por qué hay allí tanta injusticia, tanta inequidad, tanta impunidad.
¿Cuál es la causa de todo eso?".
Por un momento me dispuse a intentar una respuesta, pero fueron tantas las
cosas que se agolparon en mí que ni siquiera supe cómo empezar. Sentí que
aunque hablara sin interrupción la noche entera, no lograría transmitirle del
todo las explicaciones que continuamente me doy a mí mismo, tratando de
entender el complejo país al que pertenezco. Por otra parte, entendí que muchas
de mis explicaciones no le habrían gustado a mi amiga, o la habrían puesto en conflicto
con su propia versión de la realidad.
Es frecuente para nosotros oír de labios generosos lo deplorable de esas
desdichas y el asombro ante nuestra incapacidad para resolverlas. El primer
asunto es, pues, preguntarse si de verdad la sociedad colombiana vive una
situación excepcionalmente trágica, si es tan distinta esta realidad de la del
resto de los países, o al menos de los países del llamado tercer mundo. Mi
respuesta es que sí.
Colombia es hoy el país con mayor índice de criminalidad en el planeta y la
inseguridad va convirtiendo sus calles en tierra de nadie. Tiene a la mitad de
su población en condiciones de extrema pobreza, y presenta al mismo tiempo en
su clase dirigente unos niveles de opulencia difíciles de exagerar.
Muestra uno de los cuadros de ineficiencia estatal más inquietantes del
continente, al lado de buenos índices de crecimiento económico. Muestra fuertes
niveles impositivos y altísimos niveles de corrupción en la administración.
Muestra unas condiciones asombrosas de impunidad y de parálisis de la justicia
y al mismo tiempo una elevada inversión en seguridad, así como altísimos costos
para la ciudadanía en el mantenimiento del aparato militar.
Muestra las más deplorables condiciones de desamparo para casi todos los
ciudadanos, y sin embargo es un país donde no se escuchan quejas, donde
prácticamente no existen la protesta y la movilización ciudadana: una suerte de
dilatado desastre en cine mudo.
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Esto último es pasmoso. La visible pasividad de la sociedad colombiana
alarma a los visitantes. En las recientes huelgas que conmocionaron a Francia
pudo verse cómo una sociedad que vive relativamente bien en términos económicos
y protegida por un Estado responsable, sabe reaccionar en bloque ante todo lo
que la lesione, no se deja pisotear en sus derechos y se resiste a que se
menoscaben los privilegios que ha conquistado.
Ver a los franceses marchando por las calles, armando barricadas ante un
gobierno cuya legitimidad no desconocen, y haciendo temblar a las
instituciones, nos confirma que Francia es el país de la Revolución, que ese
país es respetable porque tiene orgullo y porque tiene dignidad, porque sabe de
lo que es capaz cuando sus gobernantes olvidan que son pagados por el pueblo y
que son apenas los representantes de su voluntad. Ante ese ejemplo se hace más
incomprensible que una sociedad como la colombiana (donde ni siquiera los
sectores fabulosamente ricos pueden sentirse satisfechos, pues el Estado que
sostienen ya ni siquiera les garantiza la vida, donde nadie está protegido,
donde el Estado no cumple sus más elementales deberes y donde todos los días
ocurren cosas indignantes) sea tan incapaz de expresarse, de exigir, de imponer
cambios, de colaborar siquiera con su presión o con su cólera a las
transformaciones que todos necesitamos. ¿Qué es lo que hace que Colombia sea un
país capaz de soportar toda infamia, incapaz de reaccionar y de hacer sentir su
presencia, su grandeza?
Muchos aventuran la hipótesis de que esa aparente pobreza de espíritu y esa
debilidad de carácter se deben a las características biológicas y genéticas de
la población: sería, pues, la expresión de una fatalidad ineluctable. Otros
sostienen lo mismo con respecto a los índices de criminalidad: revelarían una
incurable enfermedad, y harían de nosotros un pobre pueblo sin salvación y sin
remedio. Pero la verdad es que nuestros índices de violencia y nuestra actual
ineptitud política son hechos históricos susceptibles de explicación. Más aún,
se diría que las explicaciones son tan evidentes e incluso tan sencillas que se
requiere estupidez o malevolencia para aventurar dictámenes fatalistas.
Ninguna persona sensata sostendría que por el hecho de haber precipitado en
cinco años la muerte de 50 millones de seres en condiciones de crueldad y de
sevicia escandalosas, la sociedad europea revele una patología siniestra e
incurable. Ninguna persona sensata sostendría que por el hecho de que la
sociedad estadounidense haya sacrificado medio millón de personas en tres años
de guerra para impedir su propia Secesión y haya alentado después la Secesión
de Panamá para hacerse al canal interoceánico más importante del mundo, de que haya
participado en las guerras de Nicaragua, haya arrojado bombas atómicas sobre
ciudades japonesas, haya invadido Vietnam, haya apoyado a los peores dictadores
del Caribe y de Centroamérica, y haya bombardeado a Bagdad, eso signifique que
los norteamericanos padecen de alguna monomanía agresiva irremediable.
Los historiadores vendrán en nuestro auxilio para explicarnos las precisas
condiciones históricas que llevaron a aquellas sociedades y a sus gobiernos a
participar en esas realidades escabrosas.
Colombia vive momentos dramáticos, pero quien menos le ayuda es quien
declara, por impaciencia, por desesperación o por mala fe, que esas circunstancias
son definitivas, o que obedecen a causas ingobernables.
Más bien yo diría que lo que vivimos es el desencadenamiento de numerosos
problemas represados que nuestra sociedad nunca afrontó con valentía y con
sensatez; y la historia no permite que las injusticias desaparezcan por el
hecho de que no las resolvamos.
Cuando una sociedad no es capaz de realizar a tiempo las reformas que el
orden social le exige para su continuidad, la historia las resuelve a su
manera, a veces con altísimos costos para todos.
Y lo cierto es que Colombia ha pospuesto demasiado tiempo la reflexión
sobre su destino, la definición de su proyecto nacional, la decisión sobre el
lugar que quiere ocupar en el ámbito mundial; ha pospuesto demasiado tiempo las
reformas que reclamaron, uno tras otro, desde los tiempos de la Independencia,
los más destacados hijos de la nación. Casi todos ellos fueron sacrificados por
la mezquindad y por la codicia, y hoy es larga y melancólica la lista de
lúcidos y clarividentes colombianos que soñaron un país grande y justo, un país
afirmado en su territorio, respetuoso de su diversidad, comprometido con un
proyecto verdaderamente democrático, capaz de ser digno de su riqueza y de su
singularidad, y que pagaron con su vida, con su soledad o con su exilio el
haber sido fieles a esos sueños.
Si hay algo que nadie ignora es que el país está en muy malas manos.
Quienes se dicen representantes de la voluntad nacional son para las grandes
mayorías de la población personas indignas de confianza, meros negociantes,
vividores que no se identifican con el país y que no buscan su grandeza. Pero
ello no es nuevo. Si algo caracterizó a nuestra sociedad desde los tiempos de la Independencia, es que sistemáticamente se
frustró aquí la posibilidad de romper con los viejos esquemas coloniales.
Colombia siguió postrada en la veneración de modelos culturales ilustres,
siguió sintiéndose una provincia marginal de la historia, siguió discriminando
a sus indios y a sus negros, avergonzándose de su complejidad racial, de su geografía,
de su naturaleza. Esto no fue una mera distracción, fue fruto del bloqueo de
quienes nunca estuvieron interesados en que esa labor se realizara.
Desde el comienzo hubo quien supo cuáles eran nuestros deberes si queríamos
construir una patria medianamente justa e impedir que a la larga Colombia se
convirtiera en el increíble nido de injusticias, atrocidades y cinismos que ha
llegado a ser.
No podríamos decir que fue por falta de perspectiva histórica que no
advertimos cuan importante es para una sociedad reconocerse en su territorio,
explorar su naturaleza, tomar conciencia de su composición social y cultural, y
desarrollar un proyecto que, sin confundirlos, agrupe a sus nacionales en unas
tareas comunes, en una empresa histórica solidaria.
Siempre pienso en éso que no hicimos a tiempo cuando recuerdo aquellos
hermosos versos que leyó Robert Frost en la posesión de John Kennedy, donde
declara la clave del destino de los Estados Unidos; cómo ese país que es
históricamente nuestro contemporáneo cumplió una tarea que aún nosotros no
hemos cumplido:
Esta tierra fue nuestra
antes de ser nosotros de esta tierra.
Fue nuestra más de un siglo
antes de convertirnos en su gente.
Fue nuestra en Massachusetts, en Virginia,
pero éramos colonos de Inglaterra,
poseyendo unas cosas que aún no nos poseían,
poseídos de aquello que ya no poseíamos.
Algo que nos negábamos a dar gastaba nuestra fuerza, hasta entender que ese
algo fuimos nosotros mismos,
que no nos entregábamos al suelo en que vivíamos,
y desde aquel instante fue nuestra salvación el entregarnos.
La historia de Colombia es la historia de una prolongada postergación de la
única aventura digna de ser vivida, aquella por la cual los colombianos tomemos verdaderamente posesión de nuestro
territorio, tomemos conciencia de nuestra naturaleza -una de las más hermosas y
privilegiadas del mundo-, tomemos conciencia de la magnífica complejidad de
nuestra composición étnica y cultural, creemos lazos firmes que unan a la
población en un orgullo común y en un proyecto común, y nos comprometamos a ser
un país, y no un nido de exclusiones y discordias donde unos cuantos
privilegiados, profundamente avergonzados del país del que derivan su riqueza,
predican día y noche un discurso mezquino de desprecio o de indiferencia por el
pueblo al que nunca supieron honrar ni engrandecer, que siempre les pareció
"un país de cafres", una especie subalterna de barbarie y de fealdad.
La primera traición a ese sueño nacional la obraron los viejos comerciantes
que, preocupados sólo por sus intereses privados, se impusieron en el gobierno
de la joven república para bloquear toda posibilidad de una economía
independiente, y permitieron que el país siguiera siendo un mero productor de
materias primas para la gran industria mundial y un irrestricto consumidor de
manufacturas extranjeras.
Así como nuestras sociedades coloniales habían provisto a las metrópolis de
la riqueza con la cual construyeron sus ciudades fabulosas y desarrollaron su
revolución industrial, así nuestro acceso a la república no impidió que
siguiéramos siendo los comparsas serviles de esas economías hegemónicas, y
siempre hubo entre nosotros sectores poderosos interesados en que no dejáramos
de serlo.
Ello les rendía beneficios: siempre hubo una aristocracia parroquial arrogante
y simuladora que procuraba vivir como en las metrópolis, disfrutando el orgullo
de ser mejores que el resto, de no parecerse a los demás, de no identificarse
con el necesario pero deplorado país en que vivían. Nunca he dejado de
preguntarme por qué los que más se lucran del país son los que más se
avergüenzan de él, y recuerdo con profunda perplejidad el día en que uno de los
hijos de un ex presidente de la república me confesó que la primera canción en
español la había oído a los 20 años.
Allí comprendí en manos de qué clase de gente ha estado por décadas este
país. Aquellos príncipes de aldea con vocación de virreyes sólo salían a
recorrerlo cuando era necesario recurrir a la infecta muchedumbre para obtener
o comprar los votos.
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También desde el comienzo, a pesar de que han sido poquísimos los casos de
guerras entre naciones en este continente, se generó una tradición de
privilegios para el estamento militar, porque los gobiernos, que casi siempre
descuidaban la suerte de las muchedumbres humildes, necesitaban brazo fuerte y
pulso firme a la hora de conjurar rebeliones.
Y ello resulta a su modo razonable, porque cuando se construye un régimen
irresponsable y antipopular se hace absolutamente necesaria la fuerza para
mantener a cualquier precio un orden o desorden social que el pueblo
difícilmente defendería como suyo. ¿Quién ignora aquí que las grandes mayorías
de Colombia no tienen nada que agradecerle al Estado tal como está constituido,
y que por ello no están tan dispuestas como en otros países a entregarle sus
jóvenes? Es triste recordar que durante mucho tiempo las clases privilegiadas,
las más defendidas por el Estado, pagaron para librar a sus hijos del servicio
militar que los pobres tenían que cumplir irremediablemente.
Y es verdad que los jóvenes deploran tener que ir a un ejército cuya
principal función es enfrentarse con su propio pueblo. Todo Estado tiene que
demostrar su legitimidad, su desvelo por la gente, para merecer la adhesión y
la lealtad de su pueblo, y es un axioma que si el pueblo no es patriótico es
porque el Estado no le da buen ejemplo.
Grandes esfuerzos históricos intentaron cumplir la tarea imperiosa de
afirmarse en una tradición y construir una patria. De los primeros y más
valiosos fue la Expedición Botánica, que empezó a revelar al mundo la
exuberancia de nuestra flora tropical y que despertó en una generación el
sorpresivo orgullo de pertenecer a los inexplorados trópicos de América. Una de
las consecuencias de esa Expedición fue el movimiento de Independencia, pero la
Reconquista frustró la paciente labor de tantos sabios y artistas, y dos siglos
después la Expedición Botánica sigue siendo una obra inconclusa, un proyecto
territorial, sin un plan de desarrollo sensato y propio, sin un censo
aprovechado de sus recursos.
El Estado, omnipotente a la hora de imponer tributos y de reprimir
descontentos, es la impotencia misma a la hora de impedir saqueos, de moderar
depredaciones y de proteger el patrimonio. Y ello porque en realidad no es un
Estado que represente una voluntad nacional, y que pueda apoyarse en ella para
esas grandes decisiones que exigen en nombre de todos poner freno a la codicia
de unos cuantos, sino que representa sólo intereses mezquinos y está hecho para
defenderlos, a veces, incluso, con ferocidad.
Verdad es que grandes poderes externos estuvieron interesados desde siempre
en mantener nuestra economía en condiciones desventajosas, que les permitieran
realizar aquí sus negocios en los mejores términos.
Para la gran industria mundial fue una prioridad garantizar su provisión de
materias primas, y mantener aquí una clase privilegiada en condiciones de
consumir productos de importación. Una de las verdades que no sabría explicar
con claridad a mi amiga es por qué y de qué manera el gobierno norteamericano
apoyó siempre a los partidarios colombianos del libre cambio, que abrían
nuestras fronteras a sus productos, e incluso patrocinó siempre a alguno de los
bandos en las guerras civiles que desgarraron a Colombia durante el siglo XIX.
Ella sentirá la extrañeza de que los colombianos seamos desventurados, pero
difícilmente entenderá que no hemos estados solos en la construcción de nuestra
penuria, que muchas veces su propio Estado participó en la preparación y el
diseño de nuestro caos actual.
Cuando se pensaba que el urgente canal interoceánico centroamericano
pasaría por Nicaragua, los Estados Unidos patrocinaron la aventura de William
Walker y se apresuraron a reconocer su increíble gobierno de mercenarios. Sólo
el clamor indignado del continente impidió que Nicaragua se convirtiera, por la
vía del zarpazo, en un estado más de la Unión Norteamericana, y obligó a los
Estados Unidos a desdecirse de su apresurado reconocimiento diplomático.
Pronto se decidió que el canal sería panameño, y Estados Unidos, nuestro
solícito hermano mayor continental, que acababa de vivir una guerra gigantesca
y terrible para impedir una segregación en su sagrado territorio, financió la segregación de Panamá y obtuvo a cambio la
construcción y administración del canal interoceánico por un siglo.
Con todo, ¿cómo reprochar a los otros países que defiendan sus intereses y
que piensen en primer lugar en sus conveniencias? A eso es a lo que se llama
pomposamente el mercado mundial, a un juego de astucias y de rapiñas
disfrazadas por un lenguaje almibarado, a veces técnico y pragmático, a veces
grandilocuente y cínico.
Lo que es digno de reproche es que haya gobiernos nacionales que en ese
contexto trabajen para favorecer los intereses de los otros y no los de su
propio país. Y desde los primeros tiempos de la república hubo aquí de esos
gobiernos, "muy respetados y queridos en el exterior", que le
entregaron nuestra economía a los intereses de las grandes potencias y que no
permitieron el surgimiento de una industria local, de un mercado interno, y
niveles de vida decentes para la población. Siempre el discurso almibarado
cifró nuestra felicidad en la capacidad de competir libremente, lo que
significaba entregar nuestra economía sin protección y sin escrúpulos a los
rigores y las rapacidades del mercado mundial. A ese invento genial se lo ha
llamado "apertura económica" desde los tiempos del general Francisco
de Paula Santander, miembro y favorecedor de las grandes familias de
comerciantes importadores de la sabana.
Las guerras civiles del siglo XIX derrotaron el pensamiento liberal, el
radicalismo y la tradición ilustrada de los sectores democráticos, e impusieron
finalmente un régimen aristocrático clerical centralizado cuya constitución,
promulgada en 1886, gobernó al país durante más de cien años. Este régimen
convirtió a Colombia en uno de los países más conservadores del continente.
A pesar de los esfuerzos liberales de Manuel Murillo Toro, de Tomás
Cipriano de Mosquera, de José Hilario López, quien había decretado la libertad
de los esclavos en 1854, antes que los Estados Unidos; a pesar de grandes
luchas democráticas, la sociedad colombiana se cerró bajo el poder de los
terratenientes y del clero; la Iglesia y el Estado se confundieron en una
amalgama indiferenciada y nefasta, el índice católico prohibió la lectura libre
durante buena parte del siglo, la educación estuvo manejada por la Iglesia, y
conquistas elementales de la sociedad liberal como el matrimonio civil y el
divorcio, conquistas que poseen todos los países vecinos desde hace más de 60
años, son logros que la sociedad colombiana vino a obtener a fines del siglo
XX, mostrándose como uno de los esquemas sociales más cerrados y oscuros de
Occidente.
Esto dio origen a tremendos cuadros de violencia familiar y de intolerancia
social, a un enorme irrespeto por las creencias ajenas, y a la tendencia
persistente a considerar toda disidencia y toda rebeldía como un fenómeno
religioso.
La guerra civil de mediados de siglo, conocida como la Violencia, se
configuró como una inmensa guerra religiosa, hecha de fanatismo y de ceguera
brutal, y llegó a extremos aberrantes, con la reconocida presencia de la
Iglesia como uno de sus principales instigadores.
Hacia 1930, al cabo de 50 años, la hegemonía conservadora se vio debilitada
por la inconformidad popular, arreciaron las luchas sindicales, hubo conatos de
rebelión, y finalmente la escandalosa masacre de las bananeras precipitó el
descrédito del régimen conservador.
Un sector del liberalismo acaudillado por Alfonso López Pumarejo intentó
una reforma democrática que favoreciera la industrialización, que modificara el
régimen de propiedad sobre la tierra, que modificara las relaciones entre el
Estado y la Iglesia, y que abriera el camino para la adecuación de la sociedad
colombiana a algunas de las tendencias mundiales del siglo. No era, por
supuesto, la reforma estructural que el país necesitaba, ni la vasta toma de
conciencia de la necesidad de un orden distinto, ni el gran esfuerzo por
dignificar a una sociedad malformada por la exclusión y la estratificación
social; era una reforma moderada, pero naturalmente desató una inmediata
contrarreforma, que trajo violencia antiliberal a los campos y empezó a sembrar
el germen de algunos males futuros. El intolerante país feudal se resistía al cambio
y su reacción despertó nuevas insatisfacciones.
Como respuesta a la violencia antiliberal, el sector popular del
liberalismo emprendió una defensa de los campesinos perseguidos, que
rápidamente fue configurándose como una enorme rebelión popular bajo la
orientación del caudillo Jorge Eliécer Gaitán.
Gaitán comprendió muy pronto que Colombia necesitaba con urgencia grandes
reformas sociales, y el proyecto nacional siempre postergado se convirtió en su
bandera. Pertenecía al partido liberal, pero entendió que el principal enemigo
de la sociedad colombiana era ese bipartidismo aristocrático cuyos jefes
formaban en realidad un solo partido de dos caras, hecho para saquear el país y
beneficiarse de él a espaldas de las mayorías; y en sus discursos avanzó hacia
una reformulación de la crisis política como el conflicto entre las mayorías
humildes y auténticas, y el mezquino país de los privilegios. Hablando del
"país político" y del "país nacional",
destacando el modo como los dirigentes gobernaban para una minoría, conquistó
un caudal electoral inesperado, y súbitamente la vieja clase dirigente se vio
ante un fenómeno de entusiasmo popular desconocido en Colombia.
La campaña de calumnias y difamaciones desatada por la gran prensa no logró
debilitar al movimiento gaitanista, y la vieja casta comprendió que, como el
arco del legendario rey nórdico, "Noruega se iba a romper entre sus
manos". La clase dirigente, encabezada por los jefes políticos y por los
grandes diarios sostenedores del poder, confiaba ya sólo en la ignorancia y la
indisciplina de las huestes gaitanistas, el "país de cafres" al
que Gaitán convocó a la Marcha del Silencio, para protestar por la
violencia en los campos, y una impresionante multitud gaitanista sobrecogió a Bogotá
al marchar y concentrarse de un modo disciplinado y silencioso.
Aquel pueblo demostraba que no era una hidra vociferante, que podía ser una
fuerza poderosa y tranquila, y esto exasperó a los dueños del país. A partir de
ese momento Gaitán era el jefe de la mayor fuerza popular de nuestra historia
y, de acuerdo con el orden democrático, era el seguro presidente de la
república. Llegaría al poder no sólo con un gran respaldo popular sino con una
enorme claridad sobre las reformas que requeríamos y sobre el país que Colombia
debía llegar a ser para impedir la perdición de millones de seres humanos.
Gaitán debió presentir que un modelo de desarrollo deshumanizado sería
capaz de sacrificar a los campesinos de Colombia, que eran la mayoría de la
población, para favorecer sin atenuantes los designios ciegos de un capitalismo
salvaje. Como alcalde de
Bogotá había fijado en los sitios públicos el valor oficial de la hora de
trabajo, para dar a los trabajadores una idea de su dignidad y de sus derechos.
Como ministro de Educación intentó abrirle paso infructuosamente a una reforma
educativa radical que respondiera a las necesidades del país que crecía. Aún es
posible oír en sus discursos su interés por impedir que una economía de
privilegios precipitara a Colombia en la pauperización y el aplastamiento de
las gentes más pobres.
Sus enemigos comprendieron entonces que la democracia llevaría a Gaitán al
poder y procedieron a ofrecerle su apoyo a cambio de que él aceptara su
asesoría, es decir, compartiera con ellos su triunfo y les permitiera
escoltarlo. Gaitán se negó, y arreciaron en su campaña difamatoria. La última
ráfaga de aquella oposición rabiosa debió
armar la mano fanática o mercenaria que le dio muerte. Y así comenzó la
gigantesca contrarrevolución (o antirrevolución, ya que conjuraba algo que aún
no se había cumplido) que marcó de un modo trágico el destino de Colombia en
los 50 años siguientes.
Esta contrarrevolución tuvo tres etapas, cada una de ellas peor que la
anterior:
• La primera fue el asesinato del caudillo, que provocó el incendio de la
capital.
• La segunda fue la Violencia de los años cincuenta, que despobló los campos
de Colombia e hizo crecer dramáticamente las ciudades con millones de
desplazados arrojados a la miseria.
• La tercera fue el pacto aristocrático del Frente Nacional, mediante el cual
los instigadores de la violencia se beneficiaron de ella y se repartieron el
poder durante 20 años, proscribiendo toda oposición, cerrando el camino de acceso a la
riqueza para las clases medias emprendedoras, y manteniendo a los pobres en
condiciones de extremo desamparo mientras acrecentaban hasta lo obsceno sus
propios capitales.
El 9 de abril de 1948 fue la fecha más aciaga del siglo para Colombia. No
porque en ella, como lo pretenden los viejos poderes, se haya roto la
continuidad de nuestro orden social, sino porque ese día se confirmó de un modo
dramático. La estructura del movimiento gaitanista, con su sujeción a la figura
y el pensamiento del caudillo, permitió la desmembración y la disolución de
aquella aventura en la que se cifraba el porvenir del país.
Gaitán tenía clara la necesidad de un proyecto nacional donde cupiera el
país entero; una nación de blancos y de mestizos, de negros y de inmigrantes
que pudiera reconciliarse con el espíritu de los pueblos nativos del
territorio, y extraer de esa complejidad una manera singular de estar en el
mundo. Pero esa claridad lo llevó a enfrentarse ingenuamente, es decir, de un
modo valeroso, sincero y desarmado, a esa clase dirigente que se lucraba de la
miseria nacional y que despreciaba profundamente todo lo que no cupiera en su
mezquina órbita de privilegios. Una casta de mestizos con fortuna que nunca había intentado ser colombiana, ni identificarse con
nuestra geografía, con nuestra naturaleza, con nuestra población; que
continuamente se avergonzaba, como sigue haciéndolo hoy, de este mundo tan poco
parecido al idolatrado mundo europeo. Una élite deplorable que viajaba a Europa
y a Norteamérica, no a llevar con orgullo el mensaje de un pueblo dignificado
por el respeto y afirmado en su territorio, sino a simular ser europea, y a
procurar por los métodos más serviles ser aceptada por un mundo que no ignoraba
su condición de rastacueros y su falta de carácter.
El discurso de Gaitán merece muchas reflexiones. Es singular que en un país
envanecido por la retórica de sus gramáticos y de sus académicos haya
sido un hombre de origen humilde quien ennobleció el lenguaje de la política;
quien, exhibiendo un gran refinamiento sintáctico y una notable claridad de
pensamiento, haya tenido eco en un pueblo pretendidamente ignorante y salvaje.
No podemos olvidar que también la gran empresa de renovar la lengua
castellana y de convertirla en una lengua americana había sido liderada por un
indio nicaragüense, Rubén Darío; y que la gran poesía colombiana de entonces
estaba siendo escrita por un hijo de campesinos de Santa Rosa de Osos que
prácticamente nunca había estado en la escuela. Ello parece asombroso pero es
natural: la lengua, como el sentimiento religioso, es hija de los pueblos; son
ellos sus creadores y sus transformadores, y las academias, como los
eclesiásticos, no son más que los avaros administradores de un tesoro que no
siempre comprenden.
Lo que parecía insinuarse en el horizonte del gaitanismo era una suerte de
revolución nacional, de transformación de la ideología que reinaba por el poder
de los partidos en el alma del pueblo; y la conformación de una gran franja de
opinión capaz de llevar no sólo a Gaitán a la presidencia sino al país a un
nuevo comienzo.
Lo que parcialmente habían conquistado países como México, cuya
identificación consigo mismos, cuyo respeto por las raíces nativas, cuya afirmación
en su propio pueblo, en su música, en su gastronomía, en su indumentaria, en
sus tradiciones, eran un ejemplo para el desconcertado continente mestizo, y
cuya revolución, sin duda llena de errores y de hechos dolorosos y trágicos,
había conferido sin embargo un profundo sentimiento de orgullo y de dignidad a
sus gentes.
Como suele ocurrir con los magnicidios, el asesinato de Gaitán nos ha sido
presentado como el crimen solitario de un enajenado o de un fanático. Lo que no
podemos ignorar es el clima social y político en que se cumplió el hecho, los
sectores visiblemente interesados en la desaparición del líder, y los que se
benefician con ella. Si la mano que lo mató fue fanática o fue mercenaria, es
algo indiferente: la causa evidente del crimen fue la campaña de difamación
realizada contra él por la gran prensa, que lo mostraba como un peligro para la
sociedad, como alguien que venía a destruir el país, y que lo caricaturizaba
como un salvaje a la cabeza de una banda de caníbales.
El crimen produjo en todo el país un espontáneo levantamiento hecho de
frustración y de desesperanza, pero incapaz de grandes propósitos y aun de
trazarse nobles tareas inmediatas. Entre incendios y rapiña y estragos, el
pueblo comprendió que una vez más sus esperanzas habían muerto, y tal vez
comprendió también que el poder imperante jamás permitiría una transformación
de la sociedad por las vías democráticas y pacíficas que Gaitán había escogido.
Pero allí comenzó también la segunda fase de esa poderosa contrarrevolución,
porque advertidos del peligro de un movimiento popular, los partidos políticos
tradicionales se lanzaron a la reconquista de sus huestes y se esforzaron por
contrarrestar los efectos del discurso de Gaitán. Para ello radicalizaron su
lenguaje partidista, magnificaron una maraña de diferencias retóricas entre los
dos partidos, y utilizando todos los recursos y todos los medios de influencia,
fanatizaron a la ingenua
población campesina.
Tal vez no se proponían desatar una oleada de violencia, pero el modo
criminal e irresponsable como atizaron las hogueras del odio para ganar la
fidelidad de sus prosélitos condena para siempre a los jefes de ambos partidos
que precipitaron a Colombia en la más siniestra época de su historia. Gentes
humildes que se habían conocido toda la vida, que se habían criado juntas, se
vieron de pronto conminadas
a responder a viejos odios insepultos, y sin saber cómo, sin saber por qué, sin el menor beneficio, se dejaron arrastrar por
el increíble poder de la retórica facciosa que los bombardeaba desde las
tribunas, desde los púlpitos y desde los grandes medios de comunicación, y la
carnicería comenzó.
Entre 1945 y 1965 Colombia vivió una verdadera orgía de sangre que marcó
desalentadoramente su futuro. Más asombroso aún es que quienes precipitaron al
país en ese horror sean los mismos que siguen dirigiéndolo, aquellos cuyo
discurso es el único que impera en la sociedad, aquellos que se resisten a
entender que si bien se han enriquecido hasta lo indecible, han fracasado ante
la historia; que tuvieron el país en sus manos durante más de un siglo y que el
resultado de su manera de pensar y de obrar es esto que tenemos ante nosotros:
violencia, caos, corrupción, inseguridad, cobardía, miseria y la desdicha de
millones de seres humanos. Afortunadamente ya no es necesario agotarse en
argumentos para demostrar el fracaso de los dos partidos y de sus élites: basta
mostrar el país que tenemos.
Alguna vez, con triste ironía, el historiador inglés Eric Hobsbawm escribió
que la presencia de hombres armados forma parte natural del paisaje colombiano,
como las colinas y los ríos. Es difícil, ciertamente, encontrar épocas de la
historia en que nuestros campos no hayan sido escenario de hombres en armas, y
el mismo Hobsbawm ha dicho que la Violencia colombiana de los años cincuenta
representó una de las mayores movilizaciones de civiles armados del hemisferio
occidental en el siglo XX.
Las huestes de los revolucionarios mexicanos recorrieron su país luchando
por la Tierra y la Libertad que les predicaba Emiliano Zapata. Es triste
comprobar que los hombres en armas de mediados de siglo en Colombia no luchaban
por ninguna reivindicación popular, sino instigados por poderes que siempre los
habían despreciado, y cuando empezaron a luchar por algo propio, fue por
espíritu de venganza, para cobrarse las injurias que esa misma guerra les había
hecho. El gobierno conservador había politizado la policía, había soltado la
siniestra "chulavita" a hostilizar liberales. Éstos a su vez
reaccionaron armándose, y empezaron a ver en todo conservador un enemigo. La
causa de aquello estaba en el poder y en los predicadores del odio, pero muy
pronto cada quien tuvo argumentos propios para proseguir la retaliación. Para
las cadenas del rencor basta con comenzar, todo lo demás se dará por su propio
impulso.
Diez años después de aquellas primeras hostilidades y agresiones, la
Violencia ya se había fabricado sus propios monstruos, y un clima generalizado
de terror y de impunidad daba los frutos más demenciales.
Los nombres de Chispas, de Desquite, de Tarzán, del Capitán Veneno, de
Sangrenegra, todavía nos congelan la sangre, y sólo muy recientemente las
sierras eléctricas de Trujillo han venido a igualar las
cumbres de horror y de depravación humana que se vivieron entonces en
Colombia.
Siempre nos dijeron que la Violencia de los años cincuenta fue una
violencia entre liberales y conservadores. Eso no es cierto. Fue una violencia
entre liberales pobres y conservadores pobres, mientras los ricos y los
poderosos de ambos partidos los azuzaban y financiaban su rencor, dando
muestras de una irresponsabilidad social infinita. La Violencia no podía ser
una iniciativa popular, pues no iba dirigida contra quienes se lucraron siempre
del pueblo. Era más bien la antigua historia de los pobres matándose unos a
otros con el discurso del patrón en los labios.
Una persistente y venenosa fuente de odio fluía de alguna parte y
alimentaba la miseria moral del país. Los dirigentes, esos que todavía le
dictan por la noche a la opinión pública lo que ésta responderá mañana en las
encuestas, simulaban no advertir cuál era la causa de ese desangre
generalizado, y sin dejar de predicar el odio al godo y al rojo se quejaban del
salvajismo del pueblo.
La verdad es que bastó que Alberto Lleras y Laureano Gómez se abrazaran y
pactaran la alianza para que la vasta Violencia colombiana dejara de ser un
caos generalizado y se redujera a la persecución final de unas bandas de
asesinos envilecidos. Ahora bien: si la Violencia había sido una guerra, ¿quién
la ganó? Aparentemente nadie. Pero si juzgamos por la siguiente fase del drama,
el resultado es
indudable: sobre 300 mil campesinos muertos, el bipartidismo había
triunfado.
Como ocurre al final de todas las guerras, sobre los campos todavía
humeantes de la Violencia se firmó un pacto, y ese pacto fue el llamado Frente Nacional, por el cual los dos partidos
irreconciliables se convertían en uno solo con dos colores y la misma
ideología, y se repartían el poder durante 20 años.
En nombre del bipartidismo el pueblo se había hecho la guerra a sí mismo:
ahora se sucederían en el poder precisamente los representantes de la vieja
clase dirigente que había sido la principal promotora de la violencia. Así se
consumó la tercera fase de aquella implacable contrarrevolución. El liberalismo
y el conservatismo no tendrían problemas para compartir el poder, y las
reformas que Gaitán había prometido podían posponerse hasta el fin del mundo.
Después de una guerra y de 300 mil muertos, Colombia debía seguir siendo el
país inauténtico, mezquino, antipopular y excluyente que era 20 años atrás, y
la clase dirigente amenazada por el gaitanismo se había salvado.
El país que surgía de aquella catástrofe no era sin embargo el mismo.
Millones de campesinos expulsados por la Violencia llegaban a las ciudades
buscando escapar al terror y a la ruina.
Lo que Gaitán había procurado impedir se cumplía ante la indiferencia de
los poderosos y la frialdad de los eruditos. Había cambiado el cuadro de la
propiedad sobre la tierra, los terratenientes habían pescado en río revuelto,
se habían invertido los índices de población urbana y de población campesina,
las ciudades crecían inconteniblemente, Colombia tenía muchos menos
propietarios que antes, y un oscuro porvenir de miseria y de desempleo se cernía
sobre las nuevas muchedumbres urbanas.
En ese panorama el Frente Nacional mostró al país sus innovaciones. Como si
el peligro para Colombia no fueran los partidos tradicionales que la habían
desangrado, y blandiendo abiertamente la amenaza de un posible retorno de la
Violencia que sólo ellos podían provocar, repartió el poder entre liberales y
conservadores y prohibió en el marco legal toda oposición política. Confirmó al
Estado, previsiblemente, como un instrumento para garantizar privilegios; sólo
permitió la iniciativa económica en el ámbito de las clases, familias y
empresas tradicionalmente emparentadas con el poder, y cerró las posibilidades
de acceso a la riqueza a las clases medias emprendedoras, persistiendo en la
política de negar el crédito y la capitalización a las clases humildes.
Finalmente, fue incapaz de garantizar fuentes de trabajo para las
multitudes que seguían llegando a los grandes centros urbanos, les cerró a los
pobres la posibilidad de acceso a niveles mínimos de vida y condiciones mínimas de dignidad, permitió el crecimiento
y la proliferación de cinturones de miseria alrededor de las ciudades, y
persistió en la vieja actitud señorial de no considerar que el Estado tuviera
deberes frente a los pobres, de modo que le bastó con estimular campañas
privadas de caridad. Nadie podía advertir entonces que en el auge de campañas
como El Minuto de Dios, las granjas de beneficencia y las
"teletones", con enorme despliegue y difusión, lo que se ocultaba era
la incapacidad o la indiferencia del Estado para cumplir prioritarios deberes
sociales, y su creciente hábito de dejar en manos de los particulares no la
solución, sino el esfuerzo por mitigar los dramas de la pobreza y del desorden
social.
Todo lo que somos socialmente desde entonces es fruto del Frente Nacional.
Los sectores sensibles lo deploraron en su hora como una gran derrota. Un
sector del liberalismo, el MRL, lo combatió vigorosamente, lo mismo que el
movimiento literario de los Nadaístas. Hay páginas memorables de Gonzalo Arango
en las que cuenta que el Nadaísmo existió porque había muerto Gaitán, que un
movimiento rebelde y excéntrico como el Nadaísmo había sido necesario porque se
había destruido la esperanza de un pueblo, y que si Gaitán hubiera triunfado
los Nadaístas habrían sido jóvenes normales dedicados a construir a su lado un
gran país.
Pero en su momento los colombianos no advirtieron el terrible mal que
representaba para Colombia el pacto aristocrático, por el cual se sepultaba de
un modo oficial el derecho popular a expresarse políticamente. Ahora nos
resulta increíble que se pudiera hablar de democracia mientras se prohibía
expresamente la existencia de partidos políticos distintos de los oficiales.
Mientras se condenaba al país a un bipartidismo que además era puramente
aparente, pues desde hacía mucho tiempo las palabras liberal y conservador
habían perdido en Colombia todo contenido programático, toda huella de un
pensamiento o de una idea, y se habían envilecido hasta ser tan sólo dos
maneras hereditarias de odiar a los semejantes.
Después de la revolución cubana, la política hemisférica exigió que los
ejércitos de América Latina cambiaran sus prioridades de defensa de las
fronteras por lo que llamaron "seguridad interna". Así se
institucionalizó uno de los fenómenos más aberrantes del siglo.
Cuando nuestros países requerían acceder a la democracia real y madurar
políticamente, una teoría perversa según la cual los latinoamericanos no
estábamos maduros para la democracia, culpablemente apoyada por los gobiernos norteamericanos, permitió que la
América Latina viviera una de sus épocas más sombrías. Una progresión de
dictaduras militares antipopulares se abrió camino para garantizar en el
continente la aplicación de las políticas económicas y acallar los reclamos de
justicia social y el libre ejercicio de la oposición, sin la cual la democracia
es inconcebible.
Curiosamente, Colombia había vivido el fenómeno de una dictadura militar
casi accidental que, impuesta a mediados de los años cincuenta por una
coalición de los partidos tradicionales como una suerte de ensayo de lo que
sería el Frente Nacional, se fue desviando de su propósito inicial cuando el
dictador, general Gustavo Rojas Pinilla, comprendió que el Estado, hecho para
defender determinados privilegios desde siempre, podía servir a otros fines.
Allí se dio una curiosa amalgama de obras benéficas para el pueblo y
aprovechamiento del poder para beneficio propio que, por supuesto, provocó una
rápida reacción de la clase política que había sido la inspiradora del experimento.
No sobra recordar que las principales obras de modernización que emprendió
Colombia a mediados de siglo fueron fruto de esa pauta casi involuntaria en la
mezquina dominación de las élites, y que en una atmósfera tan enrarecida por el
egoísmo de los poderosos ni siquiera el ejército resultó un aliado seguro. A
tal punto el general se les salió de las manos, que diez años después fue el
protagonista de una aventura electoral que puso en peligro la dominación
bipartidista, y obligó al democrático gobierno del Frente Nacional a modificar
a última hora los resultados electorales, con cifras llegadas de remotas
provincias.
También en tiempos de Gaitán se había dado el fenómeno de que la policía,
compuesta por gentes del pueblo, terminara volviéndose gaitanista, para
desconsuelo de los dueños del poder. Estas experiencias despertaron una gran
desconfianza de los poderosos en la iniciativa de sus fuerzas armadas, y con
gran inteligencia se procuró que los jefes militares amasaran grandes fortunas,
manejaran inmensos presupuestos, tuvieran el control de la ciudadanía y aun de
la justicia, y gozaran de excesivos privilegios, pero no se les soltó el timón
del Estado ni siquiera en los tiempos en que Colombia era una de las poquísimas
barcas con apariencia democrática en un océano de sables.
Esos 20 años de Frente Nacional trajeron algunos de los males mayores de la
sociedad colombiana actual, males que se sumaron a los muchos que ya
arrastrábamos desde los viejos tiempos, para conformar el cuadro de impotencia y de desesperación que ahora tenemos ante los ojos.
Como se prohibió toda oposición legal, cosa que sólo puede ocurrir en las
dictaduras más cerriles, surgió y se fortaleció la oposición ilegal, la
oposición armada, que ha crecido hasta ser dueña de la mitad del país.
Durante mucho tiempo los ideólogos del poder explicaron la existencia de
las guerrillas como un producto de la infiltración de ideologías foráneas, en
particular del movimiento comunista internacional. Lo explicaban así a pesar de
saber que en Colombia, como lo ha dicho Hobsbawm, siempre hubo en los campos
hombres en armas y es una tradición la práctica de la rebelión focalizada en
pequeña escala y el bandidaje rural. Pero muchas de las guerrillas colombianas
no fueron en rigor comunistas, o sólo se revistieron de ese ropaje mientras
duró el auge mundial de aquella ideología, y en cambio todos hemos podido
comprobar que el acallamiento del discurso castrista y la caída abrumadora de
la Unión Soviética y la gradual incorporación de la China a la economía de
mercado no sólo no precipitaron el fin de la guerrilla colombiana sino que
fueron simultáneos con su auge inusitado en nuestro territorio.
A pesar de su bandidaje y de su falta de comunicación con la sociedad, la
guerrilla no es un caso de policía, no es un problema militar sino un problema
político y por ello salta a la vista que cuanto más se la combate y cuanto más
se invierte dinero en recursos militares contra ella, más fuerte se hace.
¿Quién ignora que el campo colombiano está arruinado?
¿Que el país no les ofrece ninguna alternativa, ningún futuro, a los
habitantes del campo?
¿Con qué cara nos viene a decir este Estado que los campesinos no tienen
motivos para rebelarse, cuando hasta los profesionales en Colombia tienen que
meterse a taxistas, y todo reclamo, por justo que sea, está prohibido en la
práctica?
Prohibamos en Francia los reclamos de la ciudadanía, el derecho a la
indignación, y el derecho soberano de los trabajadores franceses a hacer
temblar a sus instituciones, y no sólo harán guerrillas sino otra Revolución
Cortacabezas, porque en Francia sí saben que ser ciudadano es fundamentalmente
no dejarse pisotear de nadie, y menos si es uno el que les paga el sueldo.
Yo sostengo que es el Estado colombiano imperante, con su ineficiencia y su
irrespeto por los reclamos de la ciudadanía, el que fuerza a los campesinos a
adherir a esos movimientos armados que no tienen ningún futuro, pero que por lo
menos tienen presente.
El Frente Nacional cerró además el acceso a la riqueza para las clases
medias emprendedoras, y éstas se vieron empujadas por ello hacia actividades
ilícitas como el contrabando y el narcotráfico, ya que si una sociedad niega
las posibilidades legales en el marco de la democracia económica, quienes
aspiran a la riqueza sólo tienen el camino de la ilegalidad.
Cierto rey babilonio, en un relato de Voltaire, consulta desesperado al
oráculo porque su hija la princesa se ha fugado con un vagabundo, y el oráculo
le responde con estas palabras: "Cuando uno no casa a las muchachas,
majestad, las muchachas se casan solas". Fue esto lo que ocurrió en
Colombia desde comienzos de los
años setenta. La vieja ideología
señorial había impuesto aquí la absurda lógica de que cualquier concesión a los
pobres es un escándalo. Para ser rico, la única condición era haber tenido la
precaución de serlo desde la cuna, y todo lo demás era pretensión descabellada
y ridícula. Ello es aún más extraño si pensamos que nuestra clase dirigente,
por una voltereta tramposa, abandonó la vieja teoría medieval de la nobleza de
sangre y fingió adoptar los principios de la democracia liberal debidos a la
Revolución francesa. Todo ello era muy bien visto en la letra, pero que la
servidumbre no buscara propasarse, ni intentar escenas bochornosas.
Es muy difícil sostener una sociedad señorial, racista, excluyente y mezquina,
en la que sobreviven términos como "gente bien", "gente de buena
familia", y al mismo tiempo barnizarla con un discurso liberal aureolado
por la pretensión de que todos son iguales ante la ley y viven bajo el imperio
de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. La gente terminará creyendo que de verdad tiene derechos y hasta
puede intentar hacerlos valer. Y ello se agrava si el modelo económico expone a
las gentes al discurso de las metrópolis, pues lentamente empezarán a percibir
que el modelo que se les predica se parece muy poco al que se les ofrece.
Allá al norte estaban los Estados Unidos, con su respeto por el ciudadano,
su igualdad de derechos, sus salarios decentes, sus oportunidades de empleo y
consumo; y aquí vivíamos en una disparatada sociedad de consumo en la cual
hasta las clases medias tenían que pensarlo muchas veces para comprar lo que
veían en las vitrinas. Se puede jugar así con la gente, pero no con toda. Tarde
o temprano alguien sentirá que le están haciendo trampa en el juego y
descubrirá que él también puede hacer trampa. Ya se sabe que la única pedagogía
es la pedagogía del ejemplo, y un Estado no puede exigir que se respete la ley
si él mismo no la respeta.
Gobernar en función de unos cuantos privilegiados, saquear el tesoro
público, abusar de la autoridad, es violar la ley de manera grave, y puede
generar en la conciencia de algunos la sensación de que si los encargados de
aplicarla violan la ley, no puede ser tan grave que la violen los particulares.
Pero se da además el caso de que el discurso público de la sociedad industrial,
es decir, la publicidad, pregona en todos los tonos posibles que la única
condición digna de admiración y de respeto es la riqueza. Los mensajes de autos
y perfumes y cigarrillos y tarjetas de crédito exhiben esa refinada vulgaridad
como la condición necesaria de todo éxito y de toda felicidad. Y el pobre
espectador descubre que le están vendiendo el suplicio de Tántalo; que, ávido
por ser rico para obedecer las órdenes melodiosas de los medios y para merecer
el respeto de su condición humana, la sociedad no se lo permite porque está
organizada para impedir toda promoción, para perpetuar a los ricos en su
riqueza y dejar que los pobres se mueran a las puertas de los hospitales. Y descubre
además que los únicos en el vasto mundo que parecen tener la obligación de
mostrarse ejemplares y virtuosos son los que están condenados a vivir en las
sentinas, a padecer como buenos pobres los laberintos de la burocracia y los
tacones de la ley en la nuca. Realmente no se me hace extraño que en una
situación como esa, algún hombre sea víctima de malos pensamientos y empiece a
fantasear con fortunas menos virtuosas pero más posibles.
Si el Estado no le brinda garantías al ciudadano, ¿cómo puede reprocharle
que recurra a métodos irregulares para garantizar la subsistencia?
El Frente Nacional excluyó a las gentes humildes, y hemos visto crecer de
un modo colosal la miseria material y moral del país. Cuando el Estado se
esfuerza por hacer cosas en beneficio de los pobres, todo lo hace de un modo
limosnero y exterior, porque los pobres no están representados en el Estado, y
éste procura malamente mitigar las condiciones de pobreza, pero no es una
instancia comprometida con soluciones reales para esa población.
Y no se trata de una minoría importante: se trata, según dicen las cifras,
de la mitad de la población nacional. Uno se pregunta: ¿En función de quién
gobierna el Estado si su primera prioridad no es el problema de la pobreza, a
través de la cual la sociedad entera se ha precipitado en el caos? De esa
gigantesca masa de seres humanos desterrados, excluidos, de esa infrahumanidad,
muchos se han visto forzados a la delincuencia. Hoy la principal fuente de
delitos en la sociedad colombiana es la delincuencia común; no la delincuencia
guerrillera ni la delincuencia del narcotráfico sino la delincuencia común,
hija de la ignorancia, del resentimiento, de la pobreza, de las condiciones
infrahumanas de vida y, por supuesto, fortalecida y perpetuada por la impunidad.
Aún sin realizar los cambios que Colombia requiere con urgencia para llegar
a ser el país digno que queremos, aún sin esa gran revolución de la dignidad,
contra la miseria y contra la exclusión, sería un avance que el Estado curara
las tres gravísimas heridas que le infligió a la sociedad con el esquema del
Frente Nacional: la prohibición de una oposición legal, la falta de democracia
económica, la falta de un verdadero compromiso con las clases más pobres.
Sólo una oposición legal verdaderamente actuante y eficaz puede hacer
inútil e injustificada la dañina oposición armada, con su capacidad de
extorsión y de terrorismo.
Sólo el acceso a la iniciativa económica y a la promoción social puede
permitir que se supere la terrible situación de las clases medias, día a día
forzadas a persistir en la nada fácil acumulación de riquezas ilegales. Sólo
una política encaminada a la capitalización de los pobres, a garantizarles
condiciones de dignidad y niveles decorosos de vida, sólo su acceso a una
relación viva con el lenguaje y la cultura, puede disminuir considerablemente
los niveles de criminalidad y de delincuencia común en Colombia.
La guerrilla, el narcotráfico y la delincuencia común no pueden ser
conjurados con meras soluciones policivas, su desaparición no depende de una
costosísima política de guerra. La guerra puede servir para justificar
presupuestos gigantescos, pero no para alcanzar la reconciliación ni la
superación efectiva de esos conflictos. El caso de la sociedad colombiana en
los últimos 50 años es el caso de un Estado criminal que criminalizó al país.
Porque la consecuencia principal del Frente Nacional es que, abolida toda
oposición, toda vigilancia ciudadana, el Estado se convirtió en un nido de
corrupciones, en una madriguera de apetitos sin control entre dos partidos
cómplices que no admitieron fiscalización alguna.
Por un camino muy distinto, curiosamente, México llegó a una situación
semejante. Así como allá la existencia de un solo partido, sin oposición
posible, fue corrompiendo al Estado hasta convertirlo en un nido de burócratas
sin entrañas y de ambiciosos sin escrúpulos, así también nuestra dictadura de
un solo partido (con dos cabezas y con dos colores) convirtió al Estado en una
eficiente mole de corrupción, continuamente enfrentada consigo misma, a la que
ningún presupuesto le alcanza, donde cada pequeño funcionario manipula la ley a
su antojo con toda impunidad, y donde una vasta red de compadres y amigos
parásita del caos y exprime a todo el que cae en sus manos. Desde las más altas
hasta las más bajas esferas el tráfico de influencias es la norma.
Ahora bien, ¿puede esta larga enumeración de causas explicar por qué
nuestra sociedad es incapaz de reaccionar y de modificar una situación que se
ha vuelto intolerable? "Ser maltratado no es un mérito", dijo Bernard
Shaw a un visitante que le enumeraba sus males.
He referido los precedentes de nuestra situación, pero el propósito de
estas páginas es pensar en el porvenir y atrever reflexiones sobre la Nueva
República, como la llamaba Gaitán, que estamos en el deber de construir. Una
república capaz de superar una larga historia de negligencias y de crímenes,
capaz de ofrecer al mundo algo mejor que un recurrente memorial de agravios.
El Proyecto Nacional tantas veces postergado tiene que volver a alzarse,
hasta que la cordura y la nobleza de corazón se impongan en el mismo escenario
donde hoy persisten los negadores del país y los destructores de su esperanza.
"Todo recuerdo es triste y todo presentimiento es alegre", dijo
Novalis.
26
El más inmediato deber de Colombia es presentir ese futuro y adueñarse de
él con pasión y con convicción. Las viejas castas dominantes se han destituido
a sí mismas, se han hecho indignas de respeto y no creo que merezcan un lugar
en la historia. Es hora de que nos preguntemos cuál es nuestro lugar, cuál es
nuestro papel y nuestro destino.
En todo este tiempo se han visto crecer la pasividad ciudadana, la
indiferencia y el miedo. Pero en los últimos 50 años también se vieron grandes
procesos de iniciativa social, de lucha por los derechos de la comunidad,
expresiones orgullosas y dignas. ¿Qué fue del movimiento sindical colombiano?
¿Qué fue de los valerosos reclamos de los campesinos? ¿Qué fue de las
movilizaciones de los estudiantes?
Estremece pensar que mientras en todo país democrático el derecho al
reclamo, la indignación, y la resistencia a la opresión son pilares de la vida
social, aquí toda indignación popular es causa de feroces persecuciones.
Impedido en la práctica el acceso legal a la riqueza, todo enriquecimiento
es ilícito, así como toda resistencia y todo reclamo son automáticamente
ilegales. Estamos hablando de tiempos innobles. Una cosa es lanzarse a las
calles, como en Francia, sabiendo que el Estado respeta a la población y
responde por su legitimidad, sabiendo que si la fuerza oficial fuera utilizada
ilegalmente contra el pueblo sería severamente sancionada, y otra salir a las
calles a reclamar sabiendo que después de las marchas pacíficas, cuando los
manifestantes dispersos vuelven solos a sus hogares, hay desapariciones
silenciosas y ejecuciones anónimas.
Un pueblo incapaz de darle la cara a los males se merece su postración y su
angustia. Pero cuando uno se pregunta dónde están los que protestaron, los que
se rebelaron, los que exigieron, los que se creyeron con derecho a reclamar un
país más justo, más respetuoso, el pensamiento se ensombrece. Los héroes están
en los cementerios, nos dice una voz al oído. Y entonces recordamos aquella
pieza teatral en la que un personaje exclama: "¡Desgraciado el país que no
tiene héroes!", y otro le responde: "¡No, desgraciado el país que los
necesita!".
Colombia ha tenido ya muchos héroes, pero lo triste es que los necesita,
porque siendo evidente la injusticia, siendo evidente el monstruoso contraste entre
los que tienen mucho y los que no tienen nada, siendo evidentes la corrupción y
el delito, el increíble exterminio de todo un partido político de oposición,
las calles populosas de indigentes que bandas de muchachos ricos
salen a asesinar en la noche, siendo evidente el abandono de los campos, la
quiebra de las empresas nacionales en nombre de la modernización, siendo
evidente que la mitad del país no parece merecer respeto ni futuro, decirlo es
ilegal y combatirlo puede ser mortal.
Los dueños del poder en Colombia parecen dispuestos a sacrificar lo que sea
con tal de conservar sus privilegios. No les tembló la mano para hacer que el
viejo país campesino se desgarrara a sí mismo en un conflicto que ellos habrían
podido impedir con un poco de conciencia patriótica, de generosidad y de
previsión.
El surgimiento de las guerrillas comunistas a comienzos de los años sesenta
los hizo pensar que cualquier concesión significaría sacrificar sus riquezas, y
la guerra a muerte contra la izquierda revolucionaria fue desde entonces la
única consigna de los gobiernos y de los orientadores de la opinión pública.
La ideología comunista puso a toda una generación de jóvenes a pensar que
se trataba de derribar violentamente a las élites para transformar a la
sociedad en una dictadura a la manera soviética o cubana, y subordinó los
esfuerzos de transformación de la sociedad a la repetición de esas fórmulas con
las cuales la sociedad rusa pasó de la autocracia zarista a la dictadura
estatista de José Stalin.
Ello impidió que nuestro país pudiera seguir el camino que le había trazado
sabiamente Gaitán, la búsqueda de un destino propio que consultara su
naturaleza, su singularidad, su riqueza de matices y de culturas. Las sectas
comunistas se alimentaron aquí de la vieja tradición escolástica, parasitaria,
dependiente, y también cuando buscaba soluciones a su drama Colombia persistió
en el culto dogmático de modelos ilustres y de fórmulas prestadas.
Es innegable nuestra pertenencia al orden mental europeo. Un país cuya
lengua es hija del latín y del griego; que ha profesado por siglos una religión
de origen hebreo, griego y romano; que se ha propuesto el modelo democrático
debido a la Revolución francesa y que se reclama defensor de la Declaración de
los Derechos del Hombre; una sociedad que se ha formado instituciones siguiendo
el modelo liberal europeo, no puede pretender encontrar soluciones ignorando
esa tradición.
La democracia sigue siendo para nosotros una promesa y aún necesitamos en
Colombia una crítica lúcida, vigorosa, implacable, de las iniquidades del poder imperante, como la que emprendió Voltaire en su día,
y una propuesta seria de sensatez, de lógica, de generosidad y de valor civil.
Lo que requerimos es comprender que una cosa es ser hijos de Europa y otra confundirnos
con ella, cuando pertenecemos a un territorio tan distinto, cuando les debemos
respeto profundo a los viejos padres que poblaron este territorio por siglos y
de los cuales también descendemos, cuando sabemos que la diversidad de nuestra
composición natural, étnica y cultural es un privilegio, y no permite la
arbitraria imposición de un solo modelo, de una sola verdad, de una sola
estética.
Ningún país podrá construir jamás un orden social justo y equilibrado si no
es capaz de reconocerse a sí mismo y de diseñar su proyecto económico, político
y cultural a partir de esa conciencia de sus posibilidades y sus limitaciones.
Un chiste común dice que en Colombia los ricos quieren ser ingleses, los
intelectuales quieren ser franceses, la clase media quiere ser norteamericana y
los pobres quieren ser mexicanos. Después de siglos de un esfuerzo vergonzoso y
esnob por fingir ser lo que no somos, es urgente descubrir qué es Colombia; que
surja entre nosotros un pensamiento, una interpretación de nosotros mismos, una
alternativa de orden social, de desarrollo, un sueño que se parezca a lo que
somos.
El principal enemigo de ese sueño es el paradójico clamor de los defensores
del caos existente que pretenden negar el charco de sangre en que vivimos y el
absoluto fracaso de este modelo en su deber de brindar, ya que no felicidad,
siquiera mínima dignidad a la población.
Esos incomprensibles que editorial tras editorial nos muestran cuatro
cifras abstractas de prosperidad para demostrarnos que vivimos en el paraíso.
¿Quién negará que muchos viven en condiciones de opulencia difíciles de
imaginar? ¿Quién negará que los que se esfuerzan por acallar la insatisfacción
y la indignación de los colombianos conscientes, tienen razones sobradas para
defender lo que existe?
Si algo no podemos proponernos es convencer a tres millones de personas que
viven espléndidamente de que el país está mal. Muros fortificados y puertas con
claves electrónicas y ejércitos privados de guardianes y de mastines casi los
autorizan a decir que este es un país seguro. Y tampoco podemos hacer que los
cinco millones que se desvelan luchando por acceder a ese círculo exquisito
acepten que el modelo social excluyente ha fracasado, aunque cada día sientan más cerca
las lenguas del caos.
Altos ingresos y cartas de crédito y clubes y lujosos centros comerciales
donde se puede vivir por un rato como en Nueva York, y a donde no llega todavía
la violencia de los miserables y la brutalidad de las mafias les garantizan la
conveniencia del modelo. No se preguntan por qué las gentes acomodadas de otros
países no tienen que conformarse con pequeños guetos residenciales y
comerciales sino que pueden andar por sus ciudades y por sus campos disfrutando
plenamente del mundo. Se han resignado a vivir tras los muros y no ignoran que
algo está podrido en el mundo que tan celosamente defienden.
Pero gradualmente el país se ha hecho inhóspito y difícil aun para los que
siempre se lucraron de él; la postergación de las reformas y la renuncia al
Proyecto Nacional han vulnerado tanto a la población, que ya hasta los dueños
del poder se quejan del país que hicieron.
Existen hoy en el territorio más de 400 personas secuestradas, y los
presentadores de noticias nos despiertan en las mañanas a la pesadilla de
recordar que vivimos en un país sitiado por guerrilleros, narcotraficantes,
paramilitares, autodefensas, milicias populares y delincuentes comunes.
Los dueños del país tienen que sentir alarma ante esto que no han sabido
evitar con su poder. Esos millones y millones de pesos que nunca fueron capaces
de invertir en evitar los males de la pobreza, los tienen que gastar en armas
para reprimir a los hijos del resentimiento y de la miseria. Como es su
costumbre, olvidan que ellos tuvieron siempre el derecho y el poder de hacer y
deshacer a su antojo, y acusan al pueblo de ser el causante del caos.
Leemos en los grandes diarios, cuyo esfuerzo persistente por disimular el
horror y cuya renuncia culpable a ser la conciencia crítica de la sociedad han
sido por décadas el sedante de la opinión pública, que el país ha perdido sus
valores, que se han deteriorado la moral y las buenas costumbres. Pero, como
decía Bernard Shaw, hay momentos en que el pueblo no necesita más moral sino
más dinero. Tener con qué comer no garantiza que alguien se porte bien, pero no
tenerlo francamente exige que uno se porte mal.
Los responsables del drama empiezan a exigir que sean las víctimas quienes
arreglen lo que la codicia ha dañado, exactamente a la manera cómo ahora los fabricantes de basuras no biodegradables
proponen que en vez de ellos detener la producción, los pueblos realicen
periódicas cruzadas de limpieza por campos, playas y ríos del planeta. La vieja
estrategia consiste en privatizar bien las ganancias, y socializar bastamente
las pérdidas.
A veces admiten que las cosas están mal, pero inmediatamente les indigna
que se pretenda buscar responsables. ¿Por qué buscar un culpable?, se
preguntan. ¿Por qué no asumir que la historia nos ha traído a esto y que ahora
lo tenemos que resolver entre todos?
La verdad es que la corrección de los males exige descubrir dónde están las
causas, ya que todo proyecto histórico que pretenda erradicar los males sin
conocer su fuente está condenado al fracaso.
Nuestro insensato modelo mental es en eso de una siniestra comicidad. El
mejor crítico de ese modelo, Estanislao Zuleta, solía decir que no hay que
confundir las causas de las cosas con las condiciones que las hacen posibles.
"Por ejemplo -decía-, si a uno le cuentan que alguien se suicidó
arrojándose de un octavo piso, y le preguntan cuál fue la causa de esa muerte,
uno no responde que la ley de la gravedad".
Pues bien, en Colombia continuamente confundimos las causas de las cosas
con las condiciones que las hacen posibles. Si un par de sicarios asesina a alguien
desde una moto, al día siguiente prohibimos las motos. De la misma manera,
confundimos las causas con los efectos, creemos que alterando los efectos
corregimos las causas. La delincuencia común generalizada es hija de la miseria
y de la exclusión, pero siempre hay alguien interesado en acabar con la
delincuencia sin alterar para nada esas condiciones de injusticia.
El narcotráfico es fruto de una situación en la cual el trabajo honrado no
permite siquiera sobrevivir, mientras el trabajo ilegal es pagado copiosamente
por un imperio opulento.
Siempre hay alguien que quiere disipar el efecto sin modificar para nada la
causa. La proliferación de vendedores ambulantes es fruto de la falta de
alternativas formales de supervivencia. Siempre hay alguien que cree que la
solución es echarles la policía o encerrarlos en sótanos donde no puedan
competir.
Y es tan grave la miseria mental de algunos, que se llega a pensar
seriamente que la causa de la pobreza es que haya pobres, y que por lo tanto la solución es acabar con ellos, eso sí, a
medianoche y en la oscuridad.
Curiosamente, ahí sí hay culpables. Quienes se empeñan todo el día en negar
que la responsabilidad de los males sociales le pueda ser imputada a los
privilegiados (los únicos que tuvieron en sus manos la posibilidad de humanizar
un poco el modelo), siempre están dispuestos a vociferar que la culpa de la
pobreza está en los pobres, la culpa de la delincuencia en los delincuentes y
la culpa de los sicarios en las motos que los llevan a cumplir sus crímenes. Y
no aceptarán nunca que si una sociedad tiene 35 millones de habitantes y toda
su riqueza está en manos de cinco, los otros 30 han sido expropiados.
Está bien, así es la vida. Pero si esos cinco que son dueños de todo no se
esfuerzan por garantizar que su sociedad sea mínimamente viable para los otros,
y se encierran en un egoísmo enfermizo y fascista, ¿con qué derecho podrán
protestar cuando les llegue el turno de ser expropiados, en la hora
inmisericorde de los resentidos y de sus machetes?
Mi humilde opinión, pero hay quienes aseguran que no es así, es que esa
hora espantosa está más cerca de lo que muchos imaginan, y que, como diría
Shakespeare, el egoísmo está afilando un cuchillo destinado a su propio cuello.
El mal está andando, nadie hace nada por detenerlo, Colombia tiene cada año
más crímenes que el anterior, más secuestros, más extorsiones, más corrupción,
más desigualdad, y las voces oficiales parecen estar de acuerdo en que, si
alguien está insatisfecho, pues que se encargue de arreglar las cosas.
Tal vez tienen razón. Tal vez ha llegado el momento en que sean las
comunidades, y no los causantes del mal, quienes se apliquen a la tarea de
resolverlo. Incluso, tal vez ha llegado el momento en que, a pesar de estos
largos y necesarios análisis de las causas de nuestra crisis, la sociedad deba
asumirse como responsable de lo que ocurre y emprender la tarea de cambiarlo.
Hasta ahora, la aceptación de que había una clase dirigente, conocedora de
los rumbos de la nación, capaz de diseñar las políticas económicas, los modelos
de desarrollo, los planes culturales, ha permitido que la sociedad se
adormeciera en la indiferencia o asumiera el papel igualmente lastimoso de reclamar soluciones o recibir limosnas. Pero
demostrado el catastrófico fracaso de esas élites, de sus partidos y de sus
discursos, ¿no debe la sociedad asumir que su deber es dar soluciones en lugar
de estar reclamándolas o implorándolas?
Cada ciudadano debe ser capaz de decirse a sí mismo: "Lo que yo no
resuelva, no tengo derecho a esperar que otro lo resuelva por mí". Y
asumir en consecuencia que el mero reclamo y la mera petición son maneras tan
sumisas de estar en el mundo como la indiferencia o el silencio cobarde. ¿No
estará llegando la hora de no pedir ni esperar nada, de construir un modelo
distinto? ¿No estará empezando a tener su sentido y su función la propuesta de
desobediencia civil que Thoreau razonó hace un siglo y medio? ¿Supone esto
abandonar al Estado en manos de los políticos corruptos, la economía en manos
del mercado mundial, las calles en manos del hampa?
Ante esto hay varias alternativas. O uno acepta al Estado, cree en su
legitimidad, y en esa medida confía en él, respeta sus reglas, participa en
elecciones, sostiene en ese marco sus puntos de vista y lucha por imponerlos; o
uno no acepta la legitimidad del Estado, se organiza por fuera de él o contra
él, y lucha por la instauración de un Estado en el que pueda creer y confiar; o
uno no cree en la validez de ningún Estado, y se organiza para sobrevivir en la
selva del mundo sin dar por supuesto un contrato social y unas normas de
convivencia.
Yo sinceramente no creo que la sociedad colombiana pueda sobrevivir en su
diversidad y su complejidad, con expectativas de una vida digna, en el ámbito
del Estado actual, con sus supuestos mezquinos, su mole burocrática, su
legalismo irresponsable y su corrupción; y a la vez no creo que podamos
renunciar a la existencia de un Estado que mínimamente reglamente la
convivencia social y garantice condiciones para la iniciativa privada, la
regulación económica, la aplicación de la ley, la primacía del interés común
sobre los intereses privados, la protección del ámbito inviolable de la
libertad individual.
¿Qué hace que nuestra sociedad no reaccione? Tal vez lo mismo que hizo que
dos hombres del pueblo alzaran sus hachas contra Rafael Uribe Uribe, que un
hombre del pueblo asesinara a Jorge Eliécer Gaitán, que durante la Violencia
los pobres del partido azul fueran enemigos de los pobres del partido rojo y se
degollaran por el color del pañuelo.
Lo que nos paraliza es que en nuestra sociedad siempre imperó un solo
lenguaje, el que Gaitán intentó erradicar del alma del pueblo, ese discurso
excluyente y señorial que repite que unos cuantos son legítimamente dueños y
voceros del país, y que todos los demás son la turba insignificante, la chusma.
Es el discurso disociador que excluye a todo lo que no forme parte del círculo
de privilegios. El discurso económico que pretende que la situación del país se
mide por las cifras de la inflación, del crecimiento económico, del producto
interno bruto o de la tasa de cambio, y no por las verdaderas condiciones de
vida de los individuos concretos.
El discurso que sigue sosteniendo, como durante los dos siglos previos, que
los únicos modelos válidos son los que nos dictan las metrópolis, y que no
tenemos derecho a proponer alternativas, porque nuestro deber es ser dóciles
réplicas de lo que inventan otros. Ese discurso ha remplazado la realidad de
hambre y de sangre por un espectro de cifras, sondeos y promedios. Ese discurso
se autoproclama feliz porque este fin de año hubo 297 crímenes "y no 302
como el año pasado". Ese discurso nos repite sin fin que vivimos en el
mejor de los mundos, que Colombia es una de las democracias más perfectas que
existen.
Ciertos periódicos están concebidos para hacernos sentir que todo está
bien, que la economía es pujante, que el crecimiento económico fue
considerable, que las autoridades reportan normalidad, que Colombia es un país
de seres abnegados pero felices, que le hacen frente a la inexplicable
adversidad con optimismo y con fe en el futuro, y que en realidad nuestros
males consisten en que hay unos cuantos bandidos de los que ya se encargará la
policía.
Se considera alarmismo decir que en Bogotá la gente tiene miedo de subirse
en los buses ante la posibilidad de un atraco, que nadie quiere salir de noche
a las calles porque la ciudadanía perdió el derecho a los espacios públicos,
que tener auto es tan peligroso como andar a pie por los callejones, que todos
los días oímos historias de familias que han sido saqueadas y amordazadas por
el hampa en condiciones extremas de impunidad, que hay personas trabajando
turnos de 24 horas por el salario mínimo, que hay capitales de departamento sin
agua potable, que nadie se siente convocado por un proyecto de sociedad, que
los jóvenes se aturden por gozar el presente sin preguntas y sin pensamientos
porque nadie cree en el futuro, salvo cuatro caballeros de industria y sus
voceros en los medios de comunicación. Éstos tienen que esforzarse por combinar
la información objetiva, a menudo escabrosa, con espectáculos entretenidos que
atenúen el efecto desolador del verdadero país que nos cerca y para el que nadie parece tener soluciones; y hemos llegado al
extremo de que ver cosas alarmantes es pesimismo; el optimismo consiste en
decir por obligación que todo va bien e irá mejor, y mencionar los males se ha
vuelto más censurable que los males mismos.
Es urgente decirle adiós en Colombia al doble partido liberal conservador,
cuyas dos cabezas siempre están en desacuerdo en las minucias mezquinas del
reparto y siempre de acuerdo en la lógica general de la ambición y del saqueo.
Después de haber arruinado al país, siguen barajando los nombres de las
mediocridades que nos gobernarán en el próximo siglo. No construyeron una
nación, una industria, una cultura, un arte, una ciencia, una filosofía: hasta
los bellos ejemplos de su arquitectura los demolieron ellos mismos por codicia,
para vender los lotes al mejor postor; gastaron su momento histórico en
simulacros estériles y despreciaron todo lo grande que Colombia tenía para
ofrecerle al mundo. Nos convirtieron en un pobre país subalterno de ganapanes y
de imitadores, pero algo profundo y sagrado impidió que ese proceso fuera
completo: tal vez este territorio cuya riqueza natural sigue pasmando a los
visitantes, esta riqueza cultural criolla y auténtica que cada vez se hace más
importante y más vigorosa.
Debemos extraer nuestra poesía del futuro, pero sin olvidar que, como dice
García Márquez, y como pensaba Gaitán, uno no es de donde le llegan las modas,
sino de donde tiene sembradas las tumbas. Esas generaciones colombianas que
hicieron de éste un suelo mestizo y mulato, un suelo criollo, donde debemos
buscar nuestra manera de ser, la cara de Colombia que el mundo aprenderá a
respetar y a querer.
Pero ese país nuevo no es un mero sueño proyectado al inasible futuro sino
una realidad que se ha ido construyendo por años y años. Esa Nueva República
está viva en miles y miles de esfuerzos que interpretan de otro modo el país,
que abren canales de expresión para la inmensa franja de colombianos excluidos
por la miseria moral de las clases dirigentes. Ninguno de los grandes sueños
patrióticos, ninguno de los componentes del presentido Proyecto Nacional podrá
ser olvidado por el país nuevo que nace sobre las ruinas del bipartidismo
faccioso y de su Estado delincuente.
Ahí están, vivas, 60 naciones indígenas con sus mitologías, sus lenguas,
sus filosofías trascendentales de respeto por la naturaleza y de armonía con el
universo natural, con sus músicas, sus danzas, sus
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indumentarias, sus ornamentos, sus rituales, sus sabidurías ancestrales, su
medicina y su magia, sus artes y sus artesanías.
Ahí está la epopeya admirable de don Juan de Castellanos, quien nos narró
minuciosamente el proceso de la conquista de la Nueva Granada, una obra llena
de información sobre nuestros mayores de distintas razas y culturas; una de las
poquísimas obras poéticas de nuestra tradición que nombra el territorio con admiración
y con reverencia, una de las pocas en que existen los pueblos nativos, con su
complejidad, su violencia y su heroísmo.
Ahí está el ejemplo desafiante de la Expedición Botánica, la memoria de sus
naturalistas y sus pintores, lo mismo que un tramo memorable de la Expedición
de Aimé Bonpland y de Alexander von Humboldt.
Ahí está el ejemplo de próceres como José María Carbonell, que realmente
creyeron en la posibilidad de una autonomía política y en una independencia
espiritual del poder opresivo de las metrópolis. Ahí están los ejemplos de José
Hilario López, de Tomás Cipriano de Mosquera, y de todos aquellos, muchos
pertenecientes a las clases dirigentes tradicionales, que creyeron en el país y
procuraron su grandeza con verdadero amor por el territorio y verdadero respeto
por su gente.
Ahí está el ejemplo de la Comisión Corográfica; el doble viaje físico y
literario de Jorge Isaacs descubriendo la riqueza y la belleza de los trópicos
americanos; el pensamiento de Rafael Uribe Uribe y los viajes exploratorios de
Rafael Reyes.
Ahí está la sorprendente aventura lingüística de Rufino José Cuervo y la
notable labor crítica de Baldomero Sanín Cano.
Ahí están la saga fundadora de los antioqueños, la saga de los
ferrocarriles, el sueño de una economía nacional que desde los años veinte nos
propuso un destino distinto; la aventura legendaria de la navegación por el
Magdalena; la aventura mental y verbal de José Eustasio Rivera explorando el
Casanare y la selva, y denunciando el infierno de las caucherías.
Ahí está la obra de Porfirio Barba Jacob, su vida de rebelde, de
aventurero, de soñador, y de hombre continental; el respetable proyecto liberal
de Alfonso López Pumarejo y su Revolución en Marcha; el ejemplo ciudadano, la
misteriosa elocuencia y el lúcido ideario político del más grande dirigente del
siglo, Jorge Eliécer Gaitán.
Ahí están la combatividad y la integridad de María Cano y de Ignacio Torres
Giraldo; la lucha de los mártires de las bananeras; la Biblioteca Aldeana de
Daniel Samper Ortega, y su generoso proyecto intelectual.
Ahí está la obra lúcida, original, audaz, y profundamente comprometida con
el país, del maestro Fernando González. Ahí está el ejemplo de los grandes
líderes populares del MRL, el ejemplo de Alfonso Barberena luchando en las barriadas
por las muchedumbres que llegaban huyendo de la Violencia.
Ahí está la obra de Gabriel García Márquez, que hizo que Colombia ingresara
en las letras universales; y ahí está la poesía edénica de Aurelio Arturo.
Ahí están los grandes movimientos obreros de los años sesenta, el
movimiento estético impulsado por Marta Traba, y el gran esfuerzo intelectual
impulsado por Jorge Gaitán Durán y la revista Mito.
Ahí está el ejemplo generoso de Camilo Torres Restrepo,
capaz de dar todo por sus convicciones.
Ahí está el Nadaísmo, expresión de la rebeldía juvenil en una década
inolvidable, renovador del lenguaje literario y conciencia crítica de su
tiempo. Ahí esté el largo y enriquecedor esfuerzo cultural de la revista
<I>Eco<D> por mantener vivos los vínculos entre nuestra cultura y
la gran tradición occidental.
Ahí está el esfuerzo de Luis Carlos Galán por dignificar la política. Ahí
está la música popular de Carlos Vieco y de Tartarín Moreira, de Guillermo
Buitrago y de Lucho Bermúdez, de José A. Morales y de Jorge Villamil, del
inspirado maestro José Barros y de Carlos Washington Andrade, de Crescencio
Salcedo y de los juglares vallenatos.
Ahí está la intensa y paciente labor filosófica de Danilo Cruz Vélez; y el
genio reflexivo y la pedagogía estética de Estanislao Zuleta, que abrió nuestro
pensamiento a los horizontes de la modernidad.
Es grande el trabajo que se ha hecho y grande el que resta por hacer, pero
es posible que Colombia, sin saberlo muy bien, sin decírselo siquiera a sí
misma, haya emprendido hace ya tiempo la tarea de propiciar una transformación
que no pueda ser frustrada por las balas de la codicia.
Sus mayorías renunciaron hace mucho a la fe en los líderes y en los
partidos, pero importantes sectores de la población, apartándose del mundillo prepotente y antinacional que nos gobernó, se
han dedicado a la labor fecunda y duradera de reconocerse en el país y de
construir un proyecto que no pueda ser socavado por la difamación ni por el
crimen. Ha venido creciendo una conciencia distinta que no puede situarse ni
acallarse, porque está en todas partes.
Está en la labor admirable y generosa de Gerardo Reichel-Dolmatoff, quien
nos reveló los mundos asombrosos de misterio y de sabiduría de los pueblos
indígenas a los que nuestra cultura oficial había considerado siempre salvajes
y primitivos. Está en la labor persistente de antropólogos y sociólogos, de
biólogos e ingenieros, de médicos e investigadores que, como los miembros de la
vieja Expedición Botánica, no ignoran las implicaciones políticas de su labor,
no ignoran que su esfuerzo es parte de la búsqueda de un destino mejor para
Colombia.
Está en la creciente labor de escritores y artistas, de filósofos y
psicólogos, de historiadores y arquitectos, de científicos y técnicos cuya
silenciosa rebelión está en la voluntad de construir un saber que se deba a
nosotros y que resuelva problemas de nuestra realidad.
Al lado del país de los privilegios, del Estado corrupto y de sus
políticos, al lado de las violencias guerrilleras y estatales, de la mafia y
del hampa, al lado de las torturas y las ejecuciones sumarias, de las masacres
políticas y de los cinismos electorales, ha ido creciendo ese otro país al que
ya no engañan los poderes económicos egoístas y sus voceros en los medios de
comunicación. De ese país indignado pero responsable y creador, de ese país que
no es noticia, debe salir el futuro que Colombia merece.
Pero ese país en formación aún no está integrado en un Proyecto Nacional.
Sus esfuerzos crecieron aislados, y por eso la nación donde se gesta la
rebelión civilizadora, llamada a cambiar por fin los protagonistas de la
historia colombiana, todavía produce la sensación de ser sólo un dilatado
desastre en cine mudo. Todavía ese pensamiento plural no se ha cohesionado en
un lenguaje que nos permita entrar en diálogo creador unos con otros. Aún
impera el lenguaje receloso, faccioso y excluyente que nos enseñaron, pero en
incontables ciudadanos existe ya la semilla de esa Nueva República, unida en su
complejidad étnica y cultural, y a la vez respetuosa de sus diferencias.
En la admirable literatura testimonial más reciente, después de 50 años de
silencio, gentes del pueblo que fueron protagonistas de una historia tremenda
han empezado a reconstruir su destino mediante un lenguaje vivo y lleno de revelaciones. En lugar de pensar en dominarlo y en
administrarlo, muchos colombianos están interrogando y pensando el país.
Después de las valiosas Jornadas Regionales de Cultura, el alegre esfuerzo
de las comunidades permitió salvar otra convocatoria cultural dignificadora y
fecunda, el programa Crea, una expedición por la cultura colombiana, sostenido
a ciegas por varias administraciones sin comprender muy bien su valor, y que
vino a sorprendernos con la riqueza, la diversidad y la vitalidad de nuestra
cultura presente.
El nuevo país crece en la labor de industrias y cooperativas regionales; de
empresas solidarias; de movimientos ecológicos; de medios alternativos; de
eventos literarios, artísticos y musicales de trascendencia mundial logrados
gracias a la iniciativa particular en varias ciudades; en la dignidad de una
nueva generación de periodistas responsables y valerosos; en creadores de
música y danza que se han inclinado sobre las fuentes de su propia cultura para
encontrar un lenguaje con el cual hablarle originalmente al mundo; en el
trabajo de grupos y personas comprometidos con el país, que no tienen el menor
afán por lanzarse a la conquista del poder, o que, habiendo conocido las redes
paralizantes de su enorme laberinto kafkiano, ya saben cuán imposible es
cambiar algo en la bruma pesadillesca de los incisos y de los occisos.
Sólo tomando posesión de ese lenguaje, múltiple y cohesionador, que le dé
un nuevo sentido a la nación y a su historia, podremos llegar a constituir un
movimiento capaz, no de reclamar ni de pedir sino de provocar los grandes
cambios sociales que requiere el país y proponer una vida viable en el ámbito
de las posibilidades contemporáneas.
Para realizar una revolución que no pueda ser detenida y frustrada por las
balas, se requiere la unión de la inteligencia, la creatividad y la solidaridad
de millones de seres humanos, de los que ya saben que el poder existente sólo
busca un futuro para esa exigua minoría que se avergüenza de sus compatriotas y
que sistemáticamente los desprecia y los excluye.
Un país formidable en recursos y capaz de grandes empresas está en
condiciones de nacer. Basta que los colombianos nos permitamos ser conscientes
de nuestra fuerza, ser los voceros orgullosos de nuestro territorio, los
defensores de nuestra naturaleza y los hijos perspicaces de una historia que
yace en el olvido. Hoy ya no se trata de alcanzar el cielo sino de salir del infierno, de un infierno de intolerancia y de desamparo
circunscrito por la historia a la línea de nuestras fronteras.
Pero bastará dar ese paso inicial que nos arrebate al horror para que ya
sea posible soñar el país que Colombia, aleccionada por su historia, puede
llegar a ser. Tarde o temprano tendremos que pensar, no en una economía aislada
e independiente, cosa imposible, pero sí en una economía cuya primera prioridad
sea la gente colombiana.
Yo sueño un país que esté unido física y espiritualmente con los demás
países de la América del Sur. Que un grupo de jóvenes venezolanos o colombianos
pueda tomar el tren en Caracas o en Bogotá y viajar, si así lo quieren, hasta
los confines de Buenos Aires. En un mundo donde se hacen autopistas de isla en
isla, no ha de ser imposible tender ese camino de unidad entre naciones
hermanas.
Yo sueño un país que cuando hable de desarrollo hable de desarrollo para
todos, y no a expensas del planeta sino pensando también en el mundo que
habitarán las generaciones futuras; que cuando hable de industria nacional sepa
recordar, como Gaitán, que industria son por igual los empresarios, los
trabajadores y los consumidores.
Yo sueño un país consciente de sus tierras, de sus árboles, de sus mares y
de sus criaturas, donde hablar de economía sea hablar de cómo vive el último de
los hijos de la república.
Yo sueño un país donde sea imposible que haya gentes durmiendo bajo los
puentes o comiendo basuras en las calles.
Yo sueño un país cuya moneda pueda mostrarse y negociarse en cualquier
lugar del planeta. Yo sueño un país que gane medallas en los Juegos Olímpicos.
Yo sueño un país de pueblos y ciudades hermosos y dignos, donde los que tengan
más sientan el orgullo y la tranquilidad de saber que los otros viven
dignamente.
Yo sueño un país inteligente, es decir, un país donde cada quien sepa que
todos necesitamos de todos, que la noche nos puede sorprender en cualquier
parte, que el carro se nos puede varar en las altas carreteras solitarias, y
que por ello es bueno que nos esforcemos por sembrar amistad y no resentimiento.
Yo sueño un país donde un indio pueda no sólo ser indio con orgullo, sino
que superando esta época en que se lo quiere educar en los errores
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de la civilización europea aprendamos con respeto su saber profundo de
armonía con el cosmos y de conservación de la naturaleza.
Yo sueño un país donde tantos talentosos artistas, músicos y danzantes,
actores y poetas, pintores y contadores de historias, dejen de ser figuras
pintorescas y marginales, y se conviertan en voceros orgullosos de una nación,
en los creadores de sus tradiciones.
Todo eso sólo requiere la apasionada y festiva construcción de vínculos
sinceros y valerosos. Y hay una pregunta que nos está haciendo la historia:
ahora que el rojo y el azul han dejado de ser un camino,
¿dónde está la franja amarilla?
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